10K Valencia: «Confía Gema»

“Dame un beso”, le pedí. En cada carrera lo necesito, su beso. Ese que completa todo el ritual, desde que suena el despertador, hasta que me coloco en el cajón de salida. Un gesto que me dice que todo está bien. El beso que le pido a mi chico, segundos antes de escuchar el pistoletazo de salida.

Respeto, esa es la palabra que definía mi actitud al hecho de colocarme un dorsal. ¡Tres años sin experimentar esta sensación! La rodilla estaba preparada para hacerlo, pero mi cabeza no tanto, por eso quise pedirle a mi amigo Juanjo que me acompañase para evitar esto: mirar continuamente el reloj. Este último mes el pulsómetro se ha convertido en mi peor aliado, me hace pensar más de lo que debería y provoca que mi cabeza me juegue malas pasadas. Había vuelto al juego…

El juego de dibujar una sonrisa nerviosa cuando vi que estaba pisando la línea de salida, era una realidad. Le repetí a mi amigo que solo me limitaría a seguirle, él conocía mis ritmos y cómo habían sido mis entrenos de este último mes. “Confía Gema”, me repetía a mi misma y a la vez me sentía feliz. Ese silencio arropado por las zancadas de los corredores, respiraciones pausadas, el pitido de los pulsómetros cuando alcanzamos el primer kilómetro… era una más. Fue ahí cuando Juanjo me confirmó lo que él tenía planificado, empezar al ritmo que él sabía –lo creía firmemente– que yo podía mantener a pulsaciones calmadas. Primer kilómetro: 5:00 /km

La recta de la 10K Valencia

Fue llegar al kilómetro 3 y pensé que tocaba enfrentarse a lo más difícil, recorrer esa recta cuyo fin lo marcaba el kilómetro 6 y medio. La recordaba muy bien y pude viajar a tres años atrás, a mi última carrera, esta, la 10K Valencia. Esta vez la situación era bien distinta, pero me repetía que mis piernas se sentían ágiles, mi respiración estaba controlada y mi amigo iba narrando lo bien que íbamos. ¿A qué ritmo estaríamos corriendo? No quería saberlo, solo miraba al frente, intentando adivinar cuándo nos toparíamos con ese puente (El Pont de Fusta) que marcaba el giro hacia los últimos tres kilómetros.

¡No me aprietes!

“Vamos muy bien”, me repetía Juanjo. “Llevamos X minutos”, me dijo. No lo quise escuchar y fue entonces cuando le contesté: “No me digas más, ¡no quiero saberlo!”. Sabía que si tenía esa información me condicionaría, me relajaría o mi cabeza daría un giro para alertarme de que no podía seguir manteniendo ese ritmo. Alcanzado el kilómetro 7 mi amigo me dijo: ¿Cómo vas? Mi respuesta fue muy tajante: Voy bien, pero no me aprietes. Sentía que tenía el automático puesto y todo estaba yendo bien, ¿por qué cambiar?

Pero Juanjo sabía muy bien lo que hacía, aunque yo en ese momento no fuese consciente. Él, aceleró el ritmo y yo le seguí. Estábamos corriendo a 4:30 /km

Sabía que lo tenía, que mi objetivo estaba más que cumplido, que la meta estaba cerca. Mi mirada solo buscaba encontrarse con el Estadio de Mestalla, para asegurarme que estaba a punto de llegar al kilómetro 9. Creo que en ese tramo llegué a decirle a mi amigo que no podía más y mientras le lanzaba ese mensaje, mis piernas corrían más deprisa porque quería que se acabase. Fue cuando me vino a la mente este último año y creo que eso me hizo querer apretarme un poco más.

La vi. La vimos. Juanjo me gritó que ya lo había logrado, que siguiese corriendo y eso hice. Cruzamos la meta registrando nuestro kilómetro más rápido, pero eso no importaba, lo realmente importante era que lo había logrado, volver.

Confíe en mi amigo Juanjo, confié en mi entrenador Rubén Gadea y terminé confiando en mi.

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