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Paseando por la Parte Vieja de Donostia-San Sebastián, acabábamos de llegar de nuestro viaje en coche desde Valencia y el estómago hablaba. Recordaba que ese lugar debía estar cerca. “¿Te acuerdas que por aquí tomamos unos mejillones a la marinera espectaculares”? le dije a mi chico. Sentía que estaba ubicada, algo extraño dada mi mala orientación. San Sebastián formó parte del primer viaje que hicimos juntos, hace 12 años y ese local… ¡Vaya mejillones! Finalmente, lo encontramos, se llamaba ‘La Mejillonera’. Menos mal que el nombre me facilitó la búsqueda.
Recorrer casi 600 km en coche para participar en la “Carrera de la primavera” organizada por el club Donostiarrak y la Universidad del País Vasco sonaba un tanto loco. La experiencia apenas iba a resumirse en 24h, pero sentí que esa carrera había llegado a mí por alguna razón.
He estado más de un año sin ponerme un dorsal. Sabía cuál era el motivo de mis continuas negativas, de no querer comprometerme, de parar…. ¿Cuándo? Tampoco lo sabía, ni tampoco lo sé ahora. En estos últimos tres años todo ha girado en torno a esto: el proceso. ¿Por qué no tienes un objetivo? Por el proceso ¿Por qué no os vais de viaje? Por el proceso. ¿Por qué …?
Estoy cansada.
Quien dijo parar, quien dijo planificar… ¡Nadie! Nadie lo sabe, entonces ¿por qué voy a adelantar acontecimientos? ¡Gema, corre! ¡Ponte un dorsal!
Pistoletazo de salida
Allí estaba, dando pequeños saltos para mantenerme activa minutos antes de escuchar el pistoletazo de salida. Estaba muy perdida, realmente desconocía cuál sería el ritmo de mis piernas, pues ellas solo tenían que hacer una cosa, seguir las pulsaciones de mi corazón y hacer caso omiso a mi cabeza. “Realmente no sería importante el ritmo, sino completar la distancia. Para no ir perdida al inicio, empieza a 5:20-30 y vas viendo el pulso a medida que pasan los primeros 3-4km. Si vas a 150-160ppm, ahí vas cómoda, por lo tanto, podrías ir un poco más rápido”, me dijo mi entrenador Haruki Shiraishi, que por cierto ahora vive en Japón.
“¡Voy demasiado rápida!”, me advertí. Mis pulsaciones superaban ligeramente las 160ppm y percibía que terminar el primer km a 4:23 /km no era lo más aconsejable. Mi zancada me acompañaba, aunque demasiado calor para ir en mallas largas, pedían correr más libres, lo sentía. Las rectas me descubrieron las playas que abrazan la ciudad, pasando primero por la Ondarreta, luego La Concha para llegar finalmente a la Zurriola, sabía que en este punto tenía la mitad de la carrera hecha, km 5. Ahora solo tenía que volver manteniendo las pulsaciones, “Gema, solo controla eso”, me decía. Me enfrentaba a una parte del recorrido que me apetecía enormemente recorrer, adentrarme en la Parte Vieja, km 6-7, y pensar: Gema, ya estás de vuelta, pisando unas calles que hace poco estabas disfrutando con pinchos en la mano y tus pulsaciones te recuerdan que ¡vas bien!
Km 8. Lo alcancé y lo vi. Allí estaba mi chico, esperándome para darme ese empujón que él sabía que necesitaría –no se equivocó–.
–“¿Cómo vas?”, me preguntó.
Mi señal de OK fue levantarle un pulgar.
–“¿Te duele algo?”, me gritó.
–Fui muy clara. “No”
–“Entonces perfecto. ¡Dale!”, me dijo mientras me seguía corriendo con móvil en mano grabándome.
Tan solo quedaban 2 km y era el momento de repetirme que, ahora mismo, nada me impide alcanzar la línea de meta de una carrera. ¡La tengo muy cerca! Sí, ahí estaba, curva a la derecha y el final de la prueba me estaba esperando. Esprinté, ¡vaya si lo hice! Llegué, ¡volví ha hacerlo!
4:49 min/km Estoy en el camino.